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Décima sexta entrada

Morado 

Él sentado, aburrido hasta la madre, el sol dándole de lleno en la cara. Con el entrecejo fruncido, Santiago sólo quiere salir de ahí. Por si fuera poco, también está frustrado su intento de ver el espectáculo. No es que muera de ganas de verlo, pero quiere distraerse, traer su mente de regreso a la cabeza, dejar de mirar las sillas vacías. Excelente máscara la que le proporciona su aparente enfado, no atrae a nadie con las preguntas de toda la semana: «¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Por qué la cara larga? ¿Dónde dejaste la sonrisa?». Ninguna persona le pregunta a otra por qué está enojada. O sí.

Quizás esta vez no.

Podría estar pintando, mierda. Y él desperdicia el tiempo. Podría estar en el parque Houdart con una lata de Coca-Cola Zero, su cuaderno de bosquejos y The Cure sonando. Imagina colores y texturas nuevas, le entran unas ganas enormes de probarlos todos. Quienes lo conocen han visto cómo pinta, lo alientan a crear más, y así no puede, no en esta situación.

Nubes gordas y grises se acercan. Vaya, por fin, joder, pudieron haber llegado antes. De repente, casi cómico, el azul del cielo desaparece engullido por los grandes monstruos de agua. Así como aparecieron, comienzan a derramar su centro líquido para arruinar los peinados de los bailarines sobre el escenario. Las gotas caen con más suavidad que de la regadera, tal vez por la distancia. Santiago se levanta, sale de la fila de sillas y permanece de pie, con miedo de cerrar los ojos porque se siente solo y no lo disfruta.

—¿Por qué te mojas? Te vas a enfermar —pregunta Sergio, su amigo, hasta ahora un compañero silencioso mientras se echa encima la chamarra de cuero, con gorro, para mojarse lo menos—. Vamos o te vas a despeinar.

Santiago le dirige una mirada irónica, pero se deja llevar por Sergio hasta un techito donde otras personas se apretujan, guareciéndose de la lluvia. Todos huelen a ropa mojada.

—Sabes que me desagrada el contacto físico de desconocidos. Prefiero empaparme, a esto —susurra Santiago a su amigo.

—¿Otra vez así? Alégrate, es viernes. Celebraremos hasta ponernos morados.

—Me encanta estar morado —dice Santiago sin el entusiasmo que debería llevar su chiste local, si bien intenta sonreír y una mueca deforme se dibuja en su rostro.

Sergio le da unas palmaditas en la espalda, palmaditas de ánimo.

—Santiago, deja de pensar en eso.

—No estoy pensando en eso. Estoy pensando en mi carrera como pintor; nunca tendré éxito.

—Vaya, qué problema —se burla Sergio y levanta las cejas fingiendo sorpresa—. Tienes 15 años, no estés pensando en eso.

—Tengo 15 años y me preocupa. No quiero fracasar en esto también.

—Yo creo que a nuestra edad no tendríamos que tomarnos en serio lo que nos pasa. Nuestra existencia no es relevante ahorita. Tan poco relevante, que podemos ser todo y nada de lo que queremos de un momento a otro.

—Tal vez tengas razón. Quién sabe —comenta Santiago ya no viendo las vibraciones en los charquitos sino contemplando el sosiego de la llovizna combinado con los murmullos de las personas detrás de él.

Todo es melancólico. Qué idea va a tener Sergio de existencias y cosas serias. Santiago le lleva casi un año así que su existencia es menos seria que la de él.

Se le da muy bien andar pensando palabrotas cuando llueve todos los días de la semana. No es cierto, qué más da que llueva o no, es la frustración que no lo deja descansar. ¿O será el café antes de acostarse? Malditas noches y sus macabras cavilaciones. Macabras e inservibles para él y para cualquiera. Oh, mierda.

El teléfono suena y Sergio contesta. Es Armando. Habla con él un rato y después cuelga.

—Oye, güey, larguémonos de aquí, encontré algo mejor qué hacer, esto se echó a perder con el agua.

—No me digas que vamos con Armando. Cuando sale con sus declamaciones no hay quien lo pare. Y luego quiere que le digas qué tal lo hizo y que practiques con él. ¿No dijiste que íbamos a celebrar hasta ponernos morados?

—Armando se pone morado cuando llora declamando.

Tuvieron que taparse la cara con las dos manos para contener las carcajadas, como esas de otros tiempos en la cafetería donde se juntaba el grupo de ocho amigos y, al igual que ahora, las miradas de las personas detrás de ellos sobraban.

─Está bien, vamos ─dice Santiago.

─Pero antes déjame pensar cómo decirle que sólo vamos a verlo ponerse morado.

Carcajadas de nuevo. Ambos salen corriendo de su pequeña guarida pasando sobre un charco que salpica a los murmullos y miradas despectivas que no habían cesado. Corren a buscar un taxi, con la agradable sensación en las orejas como si estuvieran a punto de cambiar de color.

Agradecimientos especiales a Carlos Calles, colaborador de resortera.mx, por la edición de esta entrada.

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