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Vigésima octava entrada

Melómana

Caminaba Julia hacia el norte en contraflujo al sentido de la avenida. Los Skullcandy bien puestos en las orejas, disimulados por su cabello suelto, hacían sonar el mixtape que, según ella, era el mejor que había creado hasta entonces.  Tenía el volumen a todo lo que daba, aislándola de lo que sucedía alrededor.

Eran las mismas calles que recorría desde que su familia se mudó a la ciudad cinco años atrás. Julia intentaba mantener el equilibrio en la franja amarilla de la banqueta. A veces levantaba la vista, atraída por algún pájaro volando en espiral o por la danza adormecedora de las hojas de los árboles, igual de maltratadas que la acera. Sin darse cuenta había llegado al pie de un gigante de madera a mitad de la banqueta.  Fue entonces que notó lo pálidas que estaban sus manos. Al acercase para sentir la corteza, creyó por ese momento que el pirul era el que se había detenido a observarla a ella. Le puso las yemas de los dedos encima y abrió tanto los ojos que el verde de sus venas se le adhirió a los iris. Su mirada se ahogó en llanto. El tronco tomó forma de un brazo peludo que salía de la tierra, y las ramas ahora eran decenas de dedos que cogían a Julia de las piernas. Cuando la sangre acumulada en su cabeza era tal que parecía una cereza magullada, todo se zangoloteó.

Los audífonos estaban inertes a la altura de su pecho. El vaivén de los autos continuaba. Hiperventilándose, Julia tomó el teléfono que yacía, al igual que ella, en el suelo y llamó a su madre: 

—Estoy ocupada. ¿Qué pasa?
—Está aquí— dijo Julia sollozando.
—¿Qué pasa, hija?

Julia gimoteó en el teléfono.

—Por fav… Por favor haz que se detenga. Lo vi. Otra vez. No dejes que…
—¿Julia? No te escucho bien— dijo su madre, levantando el tono de voz con cada sílaba—. Es la maldita señal. Te llamo en cinco minutos.

Y colgó.

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