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Trigésima primera entrada

Noviembre 2014:

No me sorprende la pesadumbre que le hace caer de boca aludiendo al otoño. Me volvería a ayudarle a levantarse. Pero me abstengo. Corro tal como lo hice en aquel lúgubre febrero que le abandoné por regresar al pueblo funesto que me inspiró a escribir las primeras entradas y divagaciones. Para ser preciso, un lugar distinto que me recordaba tanto ese pueblo fue lo que llamó mi atención. Mi estancia fue exprés y me porté como un desalmado, cabe decir. Sin embargo, al término de ésta, no pasó por mi mente el volver a usted. 

Quizá le parezca increíble, pero me rehusaba a abandonar esa patria que hace un par de años me había acogido tan... inefable. Aunque para marzo las casas estuviesen repletas de fantasmas con los que solía mezclarme. La primer noche de abril mi músculo cardiaco latió con fuerza. El pueblo volvió a cobrar vida. Y tres semanas más tarde hubo un encuentro. Ah, el tan esperado encuentro. Lo que tan bien le oculté a usted, y a mí mismo, fueron las ganas que tenía de que eso sucediera. Con esto no quiero decir que estando con usted tuviese ese deseo, sino que con su encanto lunar me armé de valor y cavé un hoyo modesto en el patio trasero de nuestra casa para enterrarlo. No obstante, en mi aislamiento voluntario, por curiosidad acaso, lo extraje para ver si seguía tal como lo recordaba.

Mentiría si le dijera que me arrepiento de los consecuentes meses y que eso es lo que me tiene en vela divagando esta noche, y algunas otras. Haberme conformado tanto y tolerado otro tanto es el motivo. Fui feliz en ese pueblo, no lo niego. Pero fui más triste. Por eso la séptima noche de octubre, al mismo tiempo que el pueblo funesto murió de nuevo, decidí irme para nunca volver. Tomé mis cosas, las metí en una bolsa y me alejé sin mirar atrás. 

Ahora vivo a los pies de un árbol a finales de otoño, con sus hojas desperdigadas, a consecuencia de que perdí las ganas de amontonarlas. Sepa usted que pensé en el pueblo funesto con cada hojita que vi caer. Lo único que tengo son recuerdos. Porque es lo que siempre queda, ¿cierto? Recuerdos. 

Tampoco niego que aún hay sentimientos hacia usted en algún rincón pequeño de mí. Como le dije antes, me alegra su recuerdo que llega en divagaciones producidas por la época. 

Sin embargo, sigo creyendo en la imposibilidad de que usted y yo compartamos el mismo otoño. ¿Para qué el rodeo de los párrafos anteriores si llegué al mismo punto? Quería darle una explicación, Luna. 

Disculpe por responder tan tarde. 

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