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Trigésima segunda entrada

No sólo los amores mueren


«... vos lo dijiste
nuestro amor
fue desde siempre un niño muerto
sólo de a ratos parecía
que iba a vivir
que iba a vencernos
pero los dos fuimos tan fuertes
que lo dejamos sin su sangre
sin su futuro
sin su cielo... »

Es curioso como hace una hora estaban aquí, comiendo sushi y hablando de Murakami, o, más bien, paseando en bici y comiendo fuera de la pizzería al lado de la gasolinera, y una hora después están en las canciones que ya no escucho cuando voy de regreso a mi casa. 

Aun así, los echo de menos. A ambos. Por eso sueño lo que sueño. Los sueño. 

¿Se van o los dejamos partir? Yo creo que, al final, los dejamos ir. Pero en el fondo guardamos un poquito. Una pizca. Como ese tornillo chueco que admiramos con fascinación, a escondidas. El niño muerto se desmorona en nuestras manos para regalarnos su tornillo chueco. 

Entonces uno se deja caer sobre el césped, se abraza las piernas, esconde la nariz entre las rodillas y empieza a llorar. La tormenta inunda nuestros ojos aunque los pájaros trinan en el roble.


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